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viernes, 19 de abril de 2024

EL pañuelo de lunares

Vistas a la Catedral de Lincoln con pañuelo de lunares
 Yo era de llevar pañuelos en la cabeza, sobre todo cuando hacía  excursiones con el colegio, con mi pandilla de amigos o en los viajes. Así que es normal que en las pocas fotos que tengo de mis años juveniles mi pelo aparezca cubierto por uno de estos pañuelos a los que ademas yo guardaba mucho cariño. 

El que más me gustaba era uno de colores amarillos, rojos y naranjas que me trajo mi madre del viaje famoso a París en el verano de 1964, cuando acompañó a mi padre que formaba parte del tribunal de la Revalida en el Instituto Español.

Con mis amigos uy mi pañuelo

Mi madre vino deslumbrada de aquel viaje, y no me extraña. Para ella, que lo mas exótico que había conocido era Santander en su viaje de novios o los usuales viajes a Madrid con sus tías para comprar el ajuar, París debió de ser la octava maravilla. Hablaba sin parar de las tiendas, las avenidas, los edificios y, sobre todo, de Las Galerías Lafayette.

Yo también me quedé deslumbrada en Paris

Tanto habló sobre esos grandes almacenes que a mi se me quedó grabado el nombre y siempre que he ido a Marsella, o a París,  les he hecho una corta visita como homenaje a mi madre. He comprado poco, pero algo siempre cayó. Como cayó ella en comprar en París lo que su economía le permitía, pero nos trajo pequeños y preciosos regalos para todos que yo atesoré desde ese momento.

Puede que mis hermanas no los recuerden, pero yo sí y guardo algunos de estos regalos, como el famoso pañuelo que todavía está en mi cajón de la ropa de ciclismo y de vez en cuando utilizo, ya no en la cabeza, porque llevo el casco ciclista sino en el cuello.

Pero este otro del que hoy os hablo no vino de París, aunque también me acompañó en un viaje, en mi primer viaje a Inglaterra y lo llevo puesto en esta foto frente  a la catedral de Lincoln, mas feliz que una perdiz. 

Ayer me encontré el mismo pañuelo en esta foto en blanco y negro que mi amiga Marisa, compañera del taller de cerámica me trajo con todo su cariño,- Creo que eres tu, pintando o arreglando nuestra casa de Illora. 
Con 50 años menos

Me pregunto qué hacia yo ahí arriba, junto a esa pared. Recuerdo que pasé un día con Marisa y Pepe ayudándolos a arreglar la casa que le habían dejado porque se casaban en unos meses; aquello estaba casi sin terminar y parecía una nave medio abandonada.  Después de nuestro trabajo lo celebramos comiendo pan porque Pepe era panadero, bueno era panadero en sus ratos libres, en realidad trabajaba en Correos, pero él colaboró en poner en marcha una cooperativa panadera de Illora que funcionó muy bien durante muchos años. 

Ahora Pepe ya no hace pan, ni trabaja en correos, pero ya no trabajamos nadie de los de entonces. ya han pasado cincuenta años. claro. 

Con razón cuando me dio la foto Marisa  me preguntó - ¿Eres tu? Y yo dije - Si, ese es mi pañuelo.

lunes, 4 de julio de 2022

Querida Elisa

Mujer recostada

 La casa de Elisa, su piso de querida, fue nuestro refugio el invierno mas frio que yo recuerdo en Granada. Como eran los inviernos de antes, cuando las fuentes se helaban y rompíamos el hielo de los charcos por las mañanas camino de clase. Eran fríos lo días porque no queríamos volver a casa y apurábamos en la calle hasta el ultimo minuto aunque no teníamos a donde ir, ni dinero para refugiarnos en los bares y eso que sabíamos cómo alargar el café horas y horas mientras los camareros del Suizo nos lanzaban miradas asesinas.

Teresa, la novia de Enrique, la pescadera - su padre tenía una pescadería-, fue quien nos abrió su casa. Eran vecinas de bloque, de un bloque pequeño en una calle antigua de Granada camino del realejo, un bloque sin ascensor, ni modernidades, ni lujos. Ella vivía en el piso de abajo y se conocían de la escalera y del patio de luces.

Pequeño, como una caja china
 Elisa sabia más que ninguno de nosotros, estudiantes de primero de Facultad con ínfulas de intelectuales progres de la época. Su sabiduría no venía de los libros, creo que no vi ninguno en aquel piso, ni siquiera recuerdo que leyera alguna revista. Ella había aprendido en la vida y a mi me daba lecciones de realidad; yo, que tenía la cabeza en las nubes y era boba de libro.

Dioses chinos del hogar

Tardé demasiado tiempo en entender qué pasaba entre esos muros decorados con papeles pintados de color burdeos con moqueta  y cortinajes rojos y  con muebles lacados de falso estilo chino.  Aquel pequeño piso era una cajita de bombones.

El mueble bar relucía como una joya con sus espejos y su luz interior.  Elisa nos ofrecía una copa de la colección de bebidas que guardaba para él. En nuestras visitas aquel invierno acabamos con el brandy, la ginebra y el cointreau. Aun recuerdo el sabor del licor de naranja. Nunca mas lo volví a probar. Creo que nos bebimos poco a poco toda su bodega.

Pero ella no se preocupaba, ni la reponía  porque él ya no iba con tanta frecuencia. Pasaba por allí muy de cuando en cuando para verla o quizá para a llevar un pequeño regalo a sus dos hijos. El menor era un bebé de meses al que cuidaba la madre de Elisa. Ella no sabia hacer nada. Se sentaba en esos butacones de falso chéster, se tomaba una copa con nosotros y hablaba de poesía con mis amigos poetas. Yo los escuchaba con la boca abierta.

Era una querida, y de eso no hace tanto tiempo. 

Yo era una ignorante progre que no sabia que una mujer podía aceptar esa vida como casi lo mas natural del mundo.

--Pero ¿como aguantas que no se haya separado, que ni siquiera se le haya pasado por la cabeza?

--El es importante, conocido en Granada. No puede hacer eso. No pude dejar a su mujer  y sus hijos porque perdería su posición social.

Era todo tan típico, tan tópico.  A mi me recordaba las historias de geishas y de las amantes en las novelas del siglo XIX.  Pero estábamos a finales del  siglo XX y el mundo parecía no haber cambiado. 

Es curioso, pero unos años mas tarde conocí a otra 'querida'. Otro resto del pasado, otra mujer mantenida, con piso y niño pequeño, que vivía en el Camino de Ronda y por las mañanas, cuando su hijo estaba en el colegio, iba al a gimnasio donde yo la conocí.  Era más moderna en apariencia, pero era la misma vieja historia.


martes, 5 de mayo de 2020

NO saldremos mejores


Perdón por insistir
Perdón por la tristeza, como decía Sabina
No saldremos mejores. Saldremos más viejos y más gordos. Y también saldremos mas tristes y mas desesperanzados y saldremos muy cansados de aguantar al peñazo del vecino, que ya sabíamos que era incívico y mal educado antes del encierro, pero ahora lo ha demostrado cada día y cada hora del día. Ha salido la calle cuando le ha parecido bien. Ha recibido visitas de la familia en los momentos mas estrictos del confinamiento. No respeta los horarios establecidos ahora que podemos ir saliendo poco a poco y por edades. El y ella, claro  - los dos de la pareja son iguales, igual que los padres de uno y de otra - decidieron al principio que no había problema ni riesgo en que los abuelos vinieran cada día, dos veces al día a visitar a los nietos y a voces desde la verja del jardín saludaran a los niños que respondían a gritos felices, y todavía no culpables, de alegrarse de ver a sus abuelas y abuelos. Yo que ellos me habría sentido como los monos en el zoo. A los abuelos les faltaba tirarle los caramelos entre las rejas de la verja como si de una jaula se tratase.
Tengo un enorme coronavirus en el patio!
¡Maldito coronavirus! - ¡Está en todos sitios!
No saldremos mejores. Saldremos más pobres. A unos amigos informáticos, Jose y Rafa, le han hecho un ERTE.  Mis sobrinos, que trabajan en temas de turismo, han perdido sus trabajos, lo mismo que el marido de la señora que viene a hacer la limpieza, a ayudarme con la limpieza, que decía mi amigo el progre.  
 Mi amiga Rocío, donde voy por cuestiones estéticas, acababa de abrir su nuevo 'salón de belleza' unos meses antes del confinamiento. Era un bajo que su padre le había dejado y ella, con mucho primor y todos su ahorros y quizás un préstamo del banco, había convertido en un coqueto salón de estética donde hacer las uñas, la cera, masajes, la pedicura. Todo. La última vez que fui tenía tres chicas contratadas y ella de supervisora y de maestra en el arte de poner las uñas tan largas y arregladas como las de Rosalía. Ahora, qué pasará con ella y con sus trabajadoras. 
Qué pasara con Celia, la peluquera del barrio. También ha cerrado porque no puede costearse las nuevas medidas de protección. 
Qué pasará con nuestro bar favorito. Si en el pequeño lugar donde el Ayuntamiento le dio permiso para poner su terraza Antonio tiene que poner cuatro mesas en lugar de las ocho habituales, no podrá contratar a Paco, el camarero simpático que nos daba conversación incluida con las tapas y con la cerveza.
No saldremos mejores. Saldremos tan poco solidarios y generosos como siempre hemos sido. Porque estamos agotados, deprimidos y cabreados y porque nuestros políticos no nos han dado ejemplo de ser conciliadores y buenos gestores. No entendemos por qué pelean desaforadamente en un momento como este donde todos deberíamos trabajar juntos. Cada opinión cuenta, dicen. Pero hay veces que hay que tragarse la opinión propia en beneficio de todos. Eso pensaba yo antes de la crisis.
Antes de la crisis también pensaba que en esta primavera veríamos a los nietos jugar en el patio de casa, que viajaríamos con ellos a una casa rural en Cazorla, que los llevaríamos a ver la nieve en Sierra Nevada o al Cabo de Gata a ver la puesta de sol o al mercadillo ecológico del Salón o al huerto de Manoli y Emilio a recoger los tomatitos cherry. Ahora no los veremos en casa, y tampoco sé cuando los veremos en su nueva casa en Francia.
 Así que además saldremos más tristes.

jueves, 9 de enero de 2020

PONGOS - 1 Las Tortugas


 Un PONGO es un objeto que tienes en casa durante mucho tiempo y un día decides que no sabes que hacer con él porque ya estas cansada de verlo y atraviesas una época minimalista y crees que hay demasiados trastos en la librería y decides quitarlo de enmedio.
 Entonces te preguntas ¿Donde lo pongo
Mientras decido si tirarlo, regalarlo o guardarlo en una caja en el sótano a esperar una decisión, se queda en la repisa junto a los demás pongos.
Hay días que me gusta porque me trae buenos recuerdos de cuando me lo regalaron o cuando lo compramos en un viaje o en una feria de artesanía. Otros días haría limpieza total.
Por ahora he decidido usarlos como ejercicios de memoria. Voy a intentar recordar cómo llegaron hasta el mueble donde ahora los veo cada día.
    Hoy empiezo con las tres tortugas de nuestra colección.
Cada tortuga tiene su historia
     Hace casi cincuenta años Emilio, un amigo que trabajaba en una tienda de decoración de la Calle Ganivet me regaló la tortuga de cerámica amarilla; así que es de los años 70, una pieza 'vintage'.
Tortuga vintage
     Tiene un aire de modernidad pasado de moda que a mí me encanta. Estoy segura de que me la regaló porque yo la cogía y la admiraba cuando iba a visitarlo.  Me gustaban muchas más cosas de su tienda: las lámparas de cristal veneciano, los muebles densos color cerezo y las vajillas de porcelana inglesas,  pero sobre todo me gustaba oírle hablar de arte, de decoración, de telas, cortinas, papeles pintados y estilos de muebles. Era un gran experto y yo disfrutaba de las visitas a su tienda cuando no había clientes y nos podíamos escapar a tomar un café al Hotel Meliá. Me regaló la tortuga de cerámica moderna porque sabía que yo estudiaba cerámica en la Escuela de Artes y Oficios y decía que debía aventurarme más en estos estudios y no hacer solo platos, jarrones y tazas en el torno. Decía que debía aprender a modelar y hacer vaciados. Pero yo no le hice caso. Aparqué aquellos estudios y me dediqué a cosas más prácticas para poder comer.  Conservo la tortuga porque es el símbolo de un sueño que no realicé.
 
Carbón puro
 La tortuga negra procede de las minas de carbón de Newcastle. Es un regalo que me trajo una alumna a la que ayudé a gestionar una beca para hacer un curso de verano en un colegio de esa localidad. Pesa como si fuera de plomo. La guardo porque es uno de los pocos regalos que me hicieron mis alumnos. Por eso también guardo una caja de lata de galletas de Fortnum & Mason, que me trajo otro alumno que pasó un verano en Londres gracias a las gestiones que yo le hice con la familia de un profesor conocido mío. Yo los puse en contacto y el agradeció el detalle.


'Ahí os quedáis. Me voy a Murano'

La tercera tortuga es tan pequeña que a veces se pierde entre los demás animales del zoo y parece que tiene vida propia;  es de cristal de colores y no va a ir a ningún sitio porque no se lo voy a permitir. Es un recuerdo de Roma. Es de cristal de Murano y es lo más cerca que nunca he estado de visitar esta ciudad. La compré pequeña porque los animales me están invadiendo la casa y es la última adquisición de nuestro zoo. Pero es tan bonita y me gusta tanto que estoy pensando en buscarle compañía en cuanto vaya a Italia la próxima vez. 
Y para tortuga chula, la tortuga saltarina que hizo Tere:


Para completar este cuento, os traigo otra tortuga de mi colección, aunque ya no está con nosotros y podéis imaginar por qué.
¡Mmm... qué rica!

domingo, 10 de febrero de 2019

El Cojo


MI abuelo
 El cojo aquel me tenía entre ceja y ceja y me echaba miradas asesinas cada vez que me cruzaba con él por la calle.
            Si le hubiera hecho alguna trastada, lo habría entendido, pero yo siempre me había mostrado prudente y en segundo plano detrás de la pandilla de mis amigos. Sin embargo él la había tomado conmigo y apenas me tenía a su alcance, empezaba a amenazar con el dedo:
            - A tu abuelo se lo voy a decir. Le voy a contar las putadas que me hacéis.
            Yo no conseguía entender a qué se refería, pero era suficiente que lo viera doblar la esquina de la calle para salir corriendo a refugiarme en las faldas de mi madre.
-El cojo ha dicho que me va a matar.
Ella, que se creía muy pocas cosas, no se creía ni que el cojo hubiera dicho eso, ni que yo estuviera realmente tan asustado. Así que me oía, me secaba los mocos y las lagrimas y me acunaba un rato. Cuando me había quitado ya el flequillo pegotoso de la frente y tenía la cara medio limpia, me echaba otra vez con los amigos o me mandaba con el abuelo:
- Vete con mi padre y le acompañas un rato, anda.
Yo no sabía qué era peor aún, si el abuelo o el cojo. Además, los dos eran amigos y a veces me los había encontrado juntos, charlando y liando un cigarrillo en la puerta de la casa.
Aquella vez el abuelo estaba solo. Solía sentarse a la caída de la tarde en una sillita pequeña en la puerta de la calle y arreglaba sillas de enea que le traían los vecinos. Escuchaba la radio continuamente, o por lo menos el transistor estaba siempre encendido. Cuando las pilas se acababan me mandaba al quiosco a por unas nuevas y me daba unas monedas para mí, que yo gastaba siempre en un lazo de regaliz rojo y un paquete de pipas y volvía con mi encargo a comerme las chucherías junto a mi abuelo, que no me hacía ningún caso, pero tampoco me regañaba.
Si la abuela salía de la casa a echar unos cubos de agua en la acera para refrescarla y sorprendía al abuelo fumando le armaba un griterío que se oía en medio pueblo. El abuelo había estado dos meses en el hospital aquel invierno con una pulmonía que casi se lo lleva a otro mundo y el médico había dicho que el tabaco ni de lejos, vamos que no podía ni acercarse al casino del pueblo para echarse su partida porque todo el mundo allí fumaba como chimeneas y  el doctor dijo:
- Ni olerlo, ni respirar el tabaco de los demás, ¿eh, Tomás?
Era el único del pueblo que le llamaba así. Los demás le decían ‘el culero’. Supongo que era porque le echaba los culos a las sillas. Pero no lo sé seguro, porque no toda su vida se había dedicado a eso. En realidad, mi madre decía que se le decían porque había sido siempre ‘culo de mal asiento’, y como eso lo sabían todos, desde su mujer y sus hijos hasta los viajantes que venían de paso y se alojaban en la Pensión Cervantes, camino de la capital, pues se quedó con el nombre.
Era paradójico que con esa inquietud permanente y esa incapacidad de estar sentado en cualquier reunión, a los años de su vejez le hubiera dado por arreglar sillas.  Nunca había sido mañoso para hacer las chapuzas de la casa y muchas veces vi a mi abuela o a mi madre perseguirlo para que arreglara un grifo o la hornilla o desatascara el cauchil del patio. Lo hacía,  pero protestaba más que un gato cuando le pisas la cola.
Un día, cuando se aburrió de escuchar la radio en el patio de atrás de la casa después de dormir un rato de siesta, se dio cuenta de que todas las sillas viejas de madera que usaban normalmente en la cocina y en el patio tenían el asiento casi totalmente perdido. Les salían flecos de cuerda a algunas y de juncos viejos y secos a otras. Lo pensó un rato, las miró. Cogió una que estaba casi entera y observó la trama. Dijo:
- Esto sé yo hacerlo.
Y lo hizo. Escribió en un cartón un anuncio y lo puso en la esquina de la calle, apoyado en la reja de la ventana de la primera casa:
“SE HECHAN CULOS DE ANEA.
SE ARREGLAN SILLAS.”
El cartel estuvo siempre ahí. Todo el mundo me preguntaba a qué venía ese nuevo oficio de mi abuelo. Y yo no sabía que decir, pero sabía que cada día cuando salía de la escuela me pasaba a verle un rato y me sentaba en la otra sillita que siempre tenía preparada junto a él para sus amigos y para mis visitas. Nunca para mi abuela, que seguía dentro de la casa trasteando o iba y venía a la novena de la parroquia. 
Sus manos
Trabajaba con sus manos
Un día me armé de valor y se lo lancé de un tirón:
-  La maestra dice que tu cartel está mal escrito. Echar se escribe sin hache.
-  Tu maestra no tiene ni idea. Se escribe con hache, como hacer.
-  Es que no es lo mismo echar que hacer, le repiqué como el empollón de la clase que era.
- ¿Cómo que no? A ver. Yo, ¿qué hago con las sillas?
-  Pues les echas el culo.
-  Eso, les hago el culo nuevo.  Por eso lo pongo con hache y lo pongo porque me da la gana y no tengo que darte explicaciones ni a ti, ni a tu maestra. Ahora, vas y se lo dices.
¡En eso estaba pensando yo! En ir a la maestra a decirle que mi clase de gramática  no había servido de nada. Para que se diera más cuenta aún de mi poco carácter. Ella me conocía de sobra y más de una vez me había defendido de los mayores de la escuela que me tiraban de las orejas en invierno, cuando sabían que las tenía rojas de sabañones. Me llamaban ‘el Soplillo’ porque mi madre me pelaba tanto que las orejas me sobresalían en mitad de la cabeza como las asas de un cántaro.
Pero mi maestra no se enfadaría conmigo. No era la primera vez que yo le comentaba cosas de mi abuelo, ni era la única en el pueblo que al oír su apodo o su nombre, torcía la cabeza y se sonreía, y parecía que se le alegraba la mañana.
Para mi aquello fue un misterio durante mucho tiempo. Incluso el párroco, que nos preparaba en la catequesis para la comunión, se rió del mismo modo que la maestra, cuando mi madre me llevó el primer sábado y le dijo quién era yo.
-  Así que tu eres el nieto de Tomás…. ¿Te pareces a él?
Mi madre negó con la cabeza:
-  Mas bien lo contrario. Ha salido a su padre.
Cuando ella se marchó, abrió una libreta donde apuntaba los nombres de todos los chavales y sus direcciones.
-  Así que el nieto de Tomás, ¿eh?
 Y se reía, bueno se reía bajito. Mas bien se le ponía una gran sonrisa en la boca, que yo nunca le veía ni en misa, ni cuando había gente mayor delante.
-  Si, si..., decía yo. Y volvía a aquel misterio que rodeaba a mi abuelo.
Incluso el Manolo, el que vendía las chucherías, los cromos, las pilas y los petardos en el quiosco de enfrente de la Iglesia, y del que todo el mundo decía que era tontico, se reía así cuando yo le traía algún mensaje:
-  Que dice mi abuelo que me das las pilas pasadas, que cada vez le duran menos.
Y Manolo, que a mí ni me dirigía la palabra, se me quedaba mirando, me sonreía y decía:
-  Tu abuelo es..... mas chulo que un ocho, pero a mi no me asusta. Anda, díselo. De mi parte.
Manolo sabía que yo nunca le diría eso. Todo el mundo sabía que yo no le diría ni ‘buenos días’ por no molestar. Así que, menos aún, preguntarle por qué la gente sonreía al oír su nombre.
Yo pensaba que debía de haber hecho algo muy valiente o muy importante en algún momento de su vida, pero no tenía ni la más remota idea de qué podía ser. Algo relacionado con la guerra, era lo único que mi madre había dicho. Y yo lo asocié con haber matado a algún enemigo o defendido a alguien de la familia o escaparse de la cárcel o del pelotón de fusilamiento. Pero, no había manera. La guerra, aunque ya habían pasado veinticinco años, era un tema prohibido. Nadie hablaba de aquello.
Y así iban pasando mis días.
Pero tuve suerte. Aquel verano en agosto, como todos los años desde que habían emigrado a Barcelona, volvieron mis primos y tíos para  pasar las vacaciones con la familia y dar una vuelta a la casa que aún mantuvieron en el pueblo hasta que murieron mis abuelos y los hijos se casaron. Mis primos eran de mi edad y yo los había echado mucho de menos, desde que se habían marchado, tres años antes.  Siempre habíamos jugado juntos, nuestras casas estaban en la misma calle y pasábamos los días sin separarnos  a veces ni para comer y cuando emigraron a la  ciudad,  me quedé, de la noche a la mañana, sin compañeros ni amigos, buscándolos por las placetas, los patios y todos los rincones de mi pueblo. Por ellos había aprendido a escribir y les mandaba mis cartas,  mas llenas de dibujos y borrones de tinta que de letras. No sabía cómo decirles que les echaba de menos, porque uno no sabe esas palabras cuando es niño. Solo sabía que tenía que contarles cómo seguía la vida en nuestro pueblo y como tenía aun muy pocas palabras escritas, les hacía dibujos, que se me daban mejor.
Juego de bolas para alegrar el lluvioso día
Mi tesoro
Mis tíos me trajeron unos regalos que me parecieron los más maravillosos tesoros del mundo: un diávolo, un yo-yo de plástico de mil colores y una bolsa de tela azul llena de bolas de cristal, con las que jugamos en la placeta  todas las tardes de aquel verano.
Mi tía se acercaba a vernos jugar un rato y nos llevaba la merienda, pan con chocolate o un bollo con aceite y azúcar.  Mientras devorábamos nuestra comida, yo charlaba con ella y le contaba cosas del pueblo, de las vecinas, la escuela; los cotilleos que a ella le interesaban.  Algunas  veces me preguntaba por mi madre, su hermana, y por los abuelos.  Yo le contaba cómo había ido la matanza, o la aceituna o hablábamos de la salud de mi abuela, o le contaba algún encontronazo mío con el abuelo.
¡Buenos días!  - Hora de desayunar
Pan con aceite para merendar
Ella también se reía como los demás. Un día ya me lancé a preguntárselo:
-       ¿Por qué todos os reís así cuando se menciona al abuelo?
-       Por cariño.  Dijo sonriendo plácidamente. Porque lo queremos con toda nuestra alma.
-       ¿Todos? No podía creerlo, con ese carácter.
-       Todos. Insistió ella.
-       ¿Por qué?
-       ¿No sabes lo que hizo en la guerra? ¿Nadie te lo ha contado?
-       No. ¿El qué?
-       Tú sabes lo que pasó aquí en la guerra. Espero. Primero vinieron los rojos. Luego vinieron los otros, y en medio murió mucha gente, entre ellos los padres de tu padre, por ejemplo. Eso lo sabías ¿no? Hubo muchas peleas y mucho odio. Los rojos se la tenían jurada a unos cuantos. Durante los años anteriores a la guerra, cuando había tanta hambre y tantas huelgas y tanta revolución en toda esta zona, los rojos, bueno, por aquí eran los anarquistas, juraron que cuando hubiera una revolución y ellos ganaran, colgarían de las farolas al alcalde, al cura, al señorito, al médico y al ...
-       ¿Y al maestro?
-       No, al maestro, no. Ese era el que les escuchaba decir esas barbaridades  en la escuela de adultos cuando les enseñaba a leer y a escribir. El mismo se lo preguntaba, ‘¿a  mi también me vais a colgar?’ Y ellos le decían, ‘No a usted no, señor maestro. Usted tiene la misma hambre que nosotros y tiene que seguir enseñándonos en la escuela.’  Así que en los primeros meses de la guerra, cuando ellos ya habían ganado, mataron al alcalde, al cura,  al señorito y al médico, pero dejaron que el maestro se fuera sin ponerle una mano encima. Mataron a otros  mas, porque eran terratenientes, porque, decían ellos, habían sido malos patronos, porque eran fascistas o por que quisieron. Y fueron a por tu abuelo.
-       ¿Por qué? Mi abuelo no es rico, no tiene olivos, no tiene casi nada.
-       Querían matarlo porque él les decía que así no solucionarían nada. Que estaban quitando a unos para ponerse ellos. Que eran unos incultos, que estaban acabando con la poca riqueza del pueblo, que se habían quedado con las fincas para ellos, que los pobres seguían siendo pobres... y muchas cosas más. Porque tu abuelo nunca se callaba, no callaba ni debajo de agua. Ni para bien ni para mal, nunca se anduvo por las ramas y nunca tuvo miedo de decir lo que pensaba donde hiciera falta. Eso no lo podían consentir y fueron a sacarlo de su casa para fusilarlo por traidor al pueblo.
-       Pero no lo fusilaron. ¿Por qué?
-       Esta claro que sigue bien vivo.  Ya lo has visto.  No lo mataron porque los echó de su casa., A voces. Les gritaba como un endemoniado que no tenían cojones para matarlo. Sacó la escopeta y los persiguió por la calle abajo tirándoles perdigonazos que a más de uno les debió poner el culo como un colador.
--¡Ah!, dije yo. ¡Ya está! ¡Por eso le llaman culero!
-       No he terminado la historia todavía.  Aquellos le dejaron en paz y tuvieron que aguantar que el Tomás, al que ya, como tu dices, empezaba la gente a llamar el culero, fuera su conciencia y bramara contra ellos cuando la ocasión lo requería.  Pero lo sorprendente vino después.
-       Venga tía. Sigue, que me están esperando para hacer unos hoyos en la plaza.
-       Te esperas. Esta historia la termino de una vez, porque no voy a repetírtela nunca más. Y esta parte la sabe muy poca gente. De aquello, de lo de la escopeta y los perdigones, se enteró todo el pueblo. Pero muy pocos saben que en otra ocasión, dos años mas tarde, otros hombres llegaron por la noche a sacarlo de su casa para fusilarlo.
-       ¿Quiénes eran? ¿Los mismos?
-       No, los de la primera vez estaban en la cárcel y quizá hubieran sido sus compañeros en el paredón si llegan a fusilar a tu abuelo. Esta vez eran los otros, los que ganaron la guerra, los que entraron asolándolo todo, fusilando a la gente, mandándola a la cárcel. Vengaban a sus muertos y sus humillaciones por haber tenido que ser pobres, cuando habían sido los ricos de siempre. En los pueblos esas cosas se viven con más intensidad y por tanto con mucho rencor.  El odio que se había ido acumulando en los años de la guerra estalló con una fuerza tan grande que se llevó muchas vidas por delante. A por tu abuelo iban porque se había librado antes, y si se había librado sería porque algún favor les habría hecho y de ser así no se lo podrían perdonar. Tenían que matarlo. Pero él no se echó para atrás  tampoco esta vez y aunque no sé que pasó, sé que lo que les dijo aquel día los asustó. Nunca más volvieron a molestarlo.
Yo no entendía casi nada de lo que la tía me decía, y menos aún cuando volvía a sonreír por bajito mientras me contaba esa historia. Me dejó volver con mis primos y me dio unas perras:
-    Cómprate unos caramelos, vete a jugar. Anda.
Y me fui con los demás a jugar a las canicas dándole mas vueltas a la cabeza que los trompos de madera con los que también entreteníamos las tardes de verano. Quizá por eso el cojo me la tenía jurada y amenazaba con matarme. A lo mejor me tenía envidia:  mi abuelo era un héroe y yo era el nieto de ese héroe. Y nadie me lo había dicho y no entendía que algo tan importante fuera a la vez tan secreto. 
Hubiera querido decírselo a mis compañeros de la escuela, a mis primos de Barcelona, pero las palabras de la tía me indicaban de alguna manera que no debía hacerlo. Así que yo también al pensar en mi abuelo empecé a sonreír para mí como hacían los demás: mi maestra, el párroco, mi tía. Ahora yo ya tenía algo en común con ellos y eso hizo que me sintiera mejor  y lo curioso es que también me sentía mayor, como si hubiera crecido de repente, y eso que yo no quería dejar de ser niño nunca y menos en verano.
 FIN
Escribí este cuento mientras paseaba en bicicleta por los caminos de la Vega de Granada, Mejor dicho, lo pensé durante esos largos paseos que me enseñaron los campos cercanos y  a ser paciente. En un pueblo había un cartel que indicaba dónde se podían arreglar sillas de anea. Era el cartel que aparece en el cuento. De ahí surgió mi inspiración.  De eso hace ya muchos años. Ahora lo he vuelto a encontrar. Aquí os lo dejo. Me gusta y me da pena que se quede en un cajón; bueno, en el fondo del disco duro de mi ordenador.