Ayer fui de compras con mi hermana. Hablamos de su trabajo; ella aún es profesora, yo lo dejé hace ya unos años y ese mundo de la enseñanza me parece ahora tan lejano como si viajara al espacio. Me comentaba que a un alumno que hacía las prácticas del Máster de Secundaria con ella le había parecido que en clase esa mañana habían hecho muy poco. Ella le dijo - ¿Seis frases te parecen poco? ¡Está muy bien!
Yo la entiendo perfectamente, comprendo que estuviera satisfecha con la clase.
Para ella, y quizás para su alumno, he traído este recuerdo, este diario de clase:
Cuando solamente llevaba tres semanas del curso, después de haber estado con ellos cuatro horas cada semana, empecé a pensar que mis clases con mis alumnos de ESO se estaban pareciendo cada vez más a las terapias de grupo que organizaba la enfermera medio nazi de la película 'Alguien voló sobre el nido del cuco’. Yo desde luego no me identifico con la enfermera, ni mis alumnos están tan pirados como los locos de la película, pero...
Cuando a las 8.30 de la mañana llego por el fondo del pasillo hay siempre un pequeño grupo esperándome en la puerta. Maite, siempre sonriendo en su mundo propio, me saluda y se dirige a borrar la pizarra. Juanma grita --Ya está aquí, y se dirige a su pupitre. Los demás me miran, pero no me ven. Van entrando en el aula poco a poco, sin prisas; siguen con sus conversaciones y su tareas: ponen las chaquetas en la percha del armario, buscan el libro de inglés en la mochila, sacan el móvil. Yo me apoyo en el quicio de la puerta esperando que terminen de ponerse en sus sitios, se enderecen del todo y dejen de mirar por la ventana o de sacar o meter cosas en sus mochilas.
Mi mesa |
Antes de que se calme el ruido producido por tanto movimiento de mesas, sillas, carteras y libros, antes de que me haya dado tiempo a decirles buenos días, o pedirles que se sienten de una vez, Sandra empieza a quejarse de que la delegada no ha venido y no tenemos parte de faltas. Luis Manuel me pregunta si he leído el periódico que nos mandan todos los días y que suele estar en todas las clases en la mesa del profesor; hay un artículo en la penúltima página explicando que ayer Telecinco tuvo que cancelar la emisión de un programa sobre acoso sexual que él había dejado grabando. Pero ya sabe que no podrá verlo, porque una decisión del juez ha prohibido su emisión y está realmente apenado. Y yo ya empiezo a mirar incrédula a mis adolescentes. ¿Qué narices quería este ver en un programa sobre acoso sexual? Alejandro, el eterno ausente, incapaz de retener su atención en una página del libro más de cinco segundos, me dice que le gusta mucho mi collar y que le gustaría regalarle uno así a su madre. Vuelvo a mirarles como si aún no hubiera terminado de despertarme. ¿Cómo ha podido darse cuenta de mi collar, que es solo una cadena fina casi tapado por mi blusa, si no es capaz de leer lo que tiene delante cuando le digo que siga haciendo el ejercicio?
Tras unos cuantos comentarios similares por parte de Tomás o Lorena o María sobre la ropa que llevo, el perfume que uso, el tiempo que hace, pienso, mientras trato de huir mentalmente del chaparrón que ya me está cayendo encima, por qué no me habré quedado en casa en la cama o en el jardín o haciendo la comida o leyendo o paseando.
Pero ahí estoy otra vez, otra semana. Entonces les digo que se callen, que saquen los libros y los cuadernos, que me escuchen que vamos hacer el ejercicio 3 de la página 16, o vamos a escuchar un diálogo, o les voy a hacer un dictado. Cuando solamente he empezado a decir: --Hoy vamos a ..., ya Alejandro ha interrumpido la clase para preguntar mi opinión sobre el pirateo de juegos de ordenador, o María y Rosa se han puesto a discutir sobre quién lleva razón en la conjugación del verbo 'satisfacer’. María apuesta que lo correcto es 'me satisfació' y llama cateta a Rosa que insiste en que se debe decir 'me satisfizo'. Pero no está muy segura, porque en mitad de su discusión se vuelve hacia mí y me pregunta, --¿a qué llevo razón yo? Y yo debo pedirle que me aclare sobre qué quiere llevar razón.
Yo también me vuelvo pidiendo ayuda a la única alumna que conocía desde el año pasado porque repite curso. Le pregunto con complicidad. --¿Crees que serán mejores alumnos el año que viene, como te ha pasado a ti? Ella me mira y dice, --¿Quien sabe? Los demás piensan que Sandra les está criticando y empiezan a arreciar los insultos, --Es una creída. No le caemos bien. Se cree superior. Nunca le hemos gustado.
De nuevo les miro sorprendida. ¿Qué se imaginan? ¿Qué pasa?
Intento reconducir la clase, --María, empieza; página 16, ejercicio 3.
Silencio. Nadie habla.
--¡María! Empieza, por favor, insisto.
Vuelve sus ojos hacia mí desde el regazo donde eternamente reposa su móvil, por si llega un mensaje, diciendo: --Ah, sí, esto. ¿Qué ejercicio?'
Yo la miro. --Dame el móvil, anda. Sigue. Que te lo diga Sonia.
Pero Sonia, que normalmente está en el tema, hoy también está ausente y se justifica:
--Me duele la cabeza. Tengo mucho resfriado. Me he tomado una pastilla y casi estoy dormida.
--Bueno, --le digo,-- no deberías haber venido a clase. ¿Por qué no te has quedado en casa?
--Luego tengo que ir al dentista con mi madre. Me van a cambiar los anillos.
La miro como si estuviera hablando de los anillos de Saturno: --¿Qué anillos? --pregunto. Todos, pero todos, me miran como si yo fuera un extraterrestre y me explican a voces y al unísono que son unos aros que se fijan a las muelas como unos anclajes para fijar después los hierros que ocupan sus bocas de adolescentes con los dientes torcidos.
Seguimos o empezamos. Había pensado que hoy leyéramos un texto sobre la Conquista del Espacio. Haremos un poco de calentamiento, aunque ellos ya están calientes y yo voy estándolo también.
--Decidme películas sobre el tema que hayáis visto y no quiero Star Trek o La guerra de las Galaxias. Pregunto --¿Alguien ha visto Space Cowboys?
Les suena.
--¿Quién me la puede contar?
Empieza Ángel sin mucho entusiasmo: --Yo lo sé. Va de unos tíos viejos que tienen que viajar al espacio..
--Alto, --le interrumpo, --Qué manera de hablar! Encima lo de viejos. No digas viejos; son unos astronautas retirados, gente mayor. No son viejos. No está bien decirlo así, con ese gesto despectivo, esa entonación.
--¿Por qué no? Si son viejos, son viejos. No se puede negar lo que es así. Mi padre es viejo.
Yo miro asombrada. Su padre es probablemente menor que yo. Yo debo parecerles prehistórica. Insisto en que a las personas mayores no les gusta que se les llame viejos como él ha hecho, lo mismo que a él le disgusta que le llamen niñato.
Se pone rígido. Saca las garras.
--No es lo mismo, viejo es un adjetivo y se puede usar para muchas cosas, o es que ¿quiere usted que lo quitemos del diccionario? Niñato es un sustantivo, es un insulto.
Los demás se dividen. Sus amigos del fondo le apoyan en su análisis morfológico y semántico. Las chicas, sentadas en las primeras filas, tratan de hacerle entender que aún se puede utilizar viejo, pero para objetos, casas, algo gastado, no para personas.
Cambiamos el tema porque Luis Manuel en ese momento saca de la mochila algo que llevaba ya un rato buscando, un recorte de una revista, --Ah, ya lo he encontrado. Aquí está la canción que le dije. ¿Ve usted? Es del grupo Oasis. Y en esta revista siempre viene la letra en inglés y en español y como usted dijo que la tradujéramos, la he traído.
--Vale, vale. Ya trabajamos con la canción el jueves pasado.
-- Si, lo sé, pero yo no pude venir el jueves. Perdí el autobús.
--Venga, seguimos con el texto sobre el espacio. Lola, empieza a traducir.
--No lo he preparado.
Me mira. Yo miro su libreta con la hoja de los deberes en blanco. Miro las demás libretas. Nadie ha traducido el texto que dije ayer.
--¿Por qué no habéis hecho los deberes que os dije?
Nadie responde. Me controlo las ganas de soltarles el mismo discurso de siempre:
--Es igual, improvisa, seguimos.
Entre todos sacamos adelante unas seis líneas. El texto es fácil.
--Repito: lo quiero entero traducido para el lunes. Y para el martes el examen.
¿Qué examen? --gritan. Algunos parece que acaban de llegar de dar una vuelta por el sistema solar. Llevamos hablando del examen tres días sin ponernos de acuerdo en la fecha.
--Ya está decidido: examen el martes.
--No puede ser el martes, --apunta la delegada, que apareció quince minutos tarde sin decir ni buenos días y tuvo que salir y entrar dos veces del aula hasta que se acordó de la fórmula correcta de ¿Puedo entrar, por favor?
Como si yo adorara los exámenes |
--Los martes es el único día que no tenemos clase con usted.
--Es cierto, entonces será el miércoles.
--NOOOOO. Parece que estoy torturándolos.
-- ¿Qué pasa el miércoles'
-- Tenemos un control de historia,-- me chillan los del fondo.
Las niñas se vuelven a gritarles: --Solo de dos folios, idiotas.
Ya volvemos a los insultos. Ellos se levantan y vienen hacia mí para tratar de convencerme de que cambie la fecha: --Claro, son las empollonas de la clase, pero para nosotros es más difícil.
Ya me creo muy pocas cosas de mis alumnos. No cambio la fecha. Pero cambio el estar aquí con ellos por casi cualquier cosa y sueño con convertirme en una escritora famosa, con que me toque la lotería, con que la nieve nos deje incomunicados en el pueblo y no pueda sacar el coche para venir al trabajo. Algo que me haga posible dejar estas aulas y estos pasillos. Hoy ya no puedo más y sólo son las 9.30 de la mañana. Como ésta, o muy parecida, me quedan cuatro clases más. Solo ha sido el desayuno.
Desde sus sillas la vista es diferente |
Suena el timbre. Recojo mis libros, el cuaderno de notas, el radiocasete, la cartera y el ánimo, que se me ha estrellado contra el suelo. Me voy. Me esperan en el aula de al lado.