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Mujer recostada
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La casa de Elisa, su piso de querida, fue nuestro refugio el invierno mas frio que yo recuerdo en Granada. Como eran los inviernos de antes, cuando las fuentes se helaban y rompíamos el hielo de los charcos por las mañanas camino de clase. Eran fríos lo días porque no queríamos volver a casa y apurábamos en la calle hasta el ultimo minuto aunque no teníamos a donde ir, ni dinero para refugiarnos en los bares y eso que sabíamos cómo alargar el café horas y horas mientras los camareros del Suizo nos lanzaban miradas asesinas.
Teresa, la novia de Enrique, la pescadera - su padre tenía una pescadería-, fue quien nos abrió su casa. Eran vecinas de bloque, de un bloque pequeño en una calle antigua de Granada camino del realejo, un bloque sin ascensor, ni modernidades, ni lujos. Ella vivía en el piso de abajo y se conocían de la escalera y del patio de luces.
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Pequeño, como una caja china
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Elisa sabia más que ninguno de nosotros, estudiantes de primero de Facultad con ínfulas de intelectuales progres de la época. Su sabiduría no venía de los libros, creo que no vi ninguno en aquel piso, ni siquiera recuerdo que leyera alguna revista. Ella había aprendido en la vida y a mi me daba lecciones de realidad; yo, que tenía la cabeza en las nubes y era boba de libro.
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Dioses chinos del hogar
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Tardé demasiado tiempo en entender qué pasaba entre esos muros decorados con papeles pintados de color burdeos con moqueta y cortinajes rojos y con muebles lacados de falso estilo chino. Aquel pequeño piso era una cajita de bombones.
El mueble bar relucía como una joya con sus espejos y su luz interior. Elisa nos ofrecía una copa de la colección de bebidas que guardaba para él. En nuestras visitas aquel invierno acabamos con el brandy, la ginebra y el cointreau. Aun recuerdo el sabor del licor de naranja. Nunca mas lo volví a probar. Creo que nos bebimos poco a poco toda su bodega.
Pero ella no se preocupaba, ni la reponía porque él ya no iba con tanta frecuencia. Pasaba por allí muy de cuando en cuando para verla o quizá para a llevar un pequeño regalo a sus dos hijos. El menor era un bebé de meses al que cuidaba la madre de Elisa. Ella no sabia hacer nada. Se sentaba en esos butacones de falso chéster, se tomaba una copa con nosotros y hablaba de poesía con mis amigos poetas. Yo los escuchaba con la boca abierta.
Era una querida, y de eso no hace tanto tiempo.
Yo era una ignorante progre que no sabia que una mujer podía aceptar esa vida como casi lo mas natural del mundo.
--Pero ¿como aguantas que no se haya separado, que ni siquiera se le haya pasado por la cabeza?
--El es importante, conocido en Granada. No puede hacer eso. No pude dejar a su mujer y sus hijos porque perdería su posición social.
Era todo tan típico, tan tópico. A mi me recordaba las historias de geishas y de las amantes en las novelas del siglo XIX. Pero estábamos a finales del siglo XX y el mundo parecía no haber cambiado.
Es curioso, pero unos años mas tarde conocí a otra 'querida'. Otro resto del pasado, otra mujer mantenida, con piso y niño pequeño, que vivía en el Camino de Ronda y por las mañanas, cuando su hijo estaba en el colegio, iba al a gimnasio donde yo la conocí. Era más moderna en apariencia, pero era la misma vieja historia.