Con las lluvias las
Tablas de Daimiel se han llenado de agua y de turistas, tantos que los patos y otras aves que por allí viven se esconden entre las cañas y solo se asoman de refilón como el que no quiere la cosa a comprobar si las muchedumbres domingueras ya se han marchado. Y entonces, miles de cámaras les apuntan y ¡zas!! un disparo tras otro los vuelven a meter en los carrizos.
Pero aunque se ven pocas aves, al menos se puede pasear por los caminos recién arreglados, se disfruta del solecito tibio, tirando a fresco de estos días, y se hacen fotos, of course!!
Un amigo nos habló de esta ruta que organizaba una peña de Daimiel y nos dijo que a pesar de ser un poco larga, unos 110kms, no era ni técnica, ni dura. No habría cuestas, ni pendientes, ni caminos de cabras en mitad del monte. ¡Íbamos a la Mancha!! Con la confianza de que la Mancha es lisa como un plato nos apuntamos al tema con un grupito de colegas de la bici. Aquí estamos los del grupo, pasando el control de salida y repostando las bicis. Jeje... La Mancha será llana, pero los ciclistas buscan las cuestas como las cabra tira al monte. Así que el camino incluía, por supuesto, llegar hasta unos montes que por allí había y subir y bajar trochas como los dioses del mountain-bike mandan. Y encima hacia un calor de primeros de septiembre, el terreno estaba seco y polvoriento (como en el destierro del Mio Cid) y el camino era largo como un día sin pan. Bueno, con unas pastas de cabello de ángel, unas galletas maría, algo de zumo y una manzana.
Obviamente yo fui todo el tiempo en el grupo de la cola. Pedro me acompañaba todo el rato y otra pareja también venía con nosotros.
En la ultima parte del camino cerraba la marcha la ambulancia con la sirena encendida justo detrás de mi. Aquello me daba un mal rollo que me iba consumiendo las pocas fuerzas que me quedaban. Sentía que venían a por mi, como los buitres carroñeros rondan a la pieza a punto de caer. Y para colmo los últimos kilómetros eran sobre arena. La bici se hundía, mi ánimo también. ¡¡¡Menudo final!!! Pero por fin llegué en bici hasta el polideportivo de Daimiel donde todos los demás participantes llevaban horas dando cuenta de unas maravillosas migas manchegas y un buen vino de la tierra. Aquello era una autentica fiesta, que casi nos perdemos.
Creo que aquel día comí las mejores migas del mundo. Me sabían a gloria.
Y además, ¡¡me dieron un trofeo!!