De mi tía María, mi madrina, heredé la máquina de coser. De su hermana Pilar, mi abuela, heredé el nombre y el mobiliario de mi dormitorio - pero eso es otro capítulo de esta historia.
La SINGER de mi madrina |
El primer apellido de ambas lo utilicé como nick en mis primeras cuentas de Internet, Micheo. Ya sé que los apellidos se heredan de los padres, y este, en realidad, era el de mi abuela, pero cuando decidí usarlo en Internet lo hice como homenaje a mi madrina, a la que yo quería desde lejos porque cuando era pequeña me hizo buenos regalos para el bautizo y la primera comunión y me mandaba quinientas pesetas cada día de mi cumpleaños. Dinero que mis padres ingresaban en una cartilla año tras año, hasta que, cuando cumplí los 18, decidí usarlo para hacer un viaje. Como no me daba para mucho viaje, lo empleé en unas botas de piel marrones, de tacón alto y de caña alta, buenísimas y carísimas, que me duraron muchos inviernos y con las que yo me sentía más elegante que Nancy Sinatra cuando cantaba su famosa canción.
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Heriot Watt University |
Hubo otras botas, estas fueron otro regalo, pero de mi
primera suegra, que destrocé durante su segundo invierno, cuando me las puse
para ir a clase el mes de enero que me dieron la beca para estudiar en
Edimburgo. Yo vivía junto al parque Meadows,
que en esos días estaba totalmente
cubierto de nieve, y tenía que andar hasta Chambers
St donde estaba mi facultad de Traducción de la Universidad
Heriott Watt justo frente al National Museum of Scotland, donde yo
pasaba horas muertas viendo los esqueletos y los objetos colgados del techo
porque yo pensaba que no había ido hasta Escocia para estar encerrada en una
sala de estudio traduciendo los artículos de EL PAÍS, DIARIO 16 y otra prensa, sobre el escándalo del aceite de
colza desnaturalizada. Edimburgo - una foto de Tere
Con esos paseos diarios, mis botas se hicieron pedazos. Eran otras botas elegantes que no estaban pensadas para andar sobre la nieve, pero es que mi primera suegra tampoco pensaba que yo fuera a viajar tan lejos (¡como si su hijo se quedara siempre en casa!) .
En Edimburgo, en mi piso de estudiante, descubrí que había que echar monedas al calefactor para que funcionara, y poner monedas en un tarro para llamar por teléfono y utilizar solo una balda del frigorífico. Allí también descubrí que lo peor que le puedes hacer a unos zapatos mojados es ponerlos a secar junto al radiador. Le salió un agujero en cada suela y el zapatero de Kirk Road me dijo que ya las podía andar tirando, pero me lo dijo en inglés, claro.
Con la máquina de coser que heredé de mi madrina, me convertí en novelista. Era un SINGER del siglo XIX maravillosa que se podía plegar sobre sí misma y cubrir con su tapa. Primero aprendí a usarla porque mi madre no me había dejado que usara la suya para aprender a coser a máquina, porque decía que le torcíamos las agujas, le enredábamos las canillas y le perdíamos los hilos.
Con mi propia máquina SINGER hice un mantel, seis servilletas y dos cojines. Luego la plegué y le puse encima un gran tablero sobre el que coloqué primero mi máquina de escribir, que también fue una herencia, pero esta de mi padrino, y más tarde puse encima el ordenador. Como el monitor era tan grande y pesado tuve que ponerle unos listones al tablero para que se quedar bien fijo sobre la máquina de coser. No quería que estuviera mal equilibrada y todo aquel tinglado se viniera bajo y se hiciera trizas como me pasó con la mitad de la vajilla cuando la puse en la mesa de la cocina que se desarmó al hacer mal la distribución de la carga. Claro que la culpa la tuvo aquella moda progre de hacer mesas con dos frágiles caballetes y un tablero de poca monta. ¡Yo no calculé que para poner la vajilla encima tuviera que estudiar alguna lección de física!
Así que con la máquina de coser, el tablero y la máquina de escribir empecé a escribir cuentos, artículos y algún poema. Dejé la novela para más tarde.
Pero pronto encontré la inspiración en un cajón de la máquina cuando por fin decidí ver qué más cosas aquella maquina guardaba para mí, junto con las canillas, el aceite para engrasarla, las agujas de repuesto, la lamparita que se atornillaba para poder ver bien la costura y los artilugios que mi madrina utilizaba para hacer jaretas, ojales y fruncidos.
En uno de los cajones encontré una carta, escrita en buen papel, a tinta y con letra picuda. Fechada en agosto de 1953. Era un carta de pésame. Nadie me supo decir quién era la difunta y de quién era la firma. Pero así empiezan las novelas.
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