MI abuelo |
Si le hubiera hecho alguna trastada, lo habría entendido, pero yo siempre me había mostrado prudente y en segundo plano detrás de la pandilla de mis amigos. Sin embargo él la había tomado conmigo y apenas me tenía a su alcance, empezaba a amenazar con el dedo:
- A tu abuelo se lo voy a decir. Le voy a contar las putadas que me hacéis.
Yo no conseguía entender a qué se refería, pero era suficiente que lo viera doblar la esquina de la calle para salir corriendo a refugiarme en las faldas de mi madre.
-El cojo ha dicho que me va a matar.
Ella, que se creía muy pocas cosas, no se creía ni que el
cojo hubiera dicho eso, ni que yo estuviera realmente tan asustado. Así que me
oía, me secaba los mocos y las lagrimas y me acunaba un rato. Cuando me había
quitado ya el flequillo pegotoso de la frente y tenía la cara medio limpia, me
echaba otra vez con los amigos o me mandaba con el abuelo:
- Vete con mi padre y le acompañas un rato, anda.
Yo no sabía qué era peor aún, si el abuelo o el cojo.
Además, los dos eran amigos y a veces me los había encontrado juntos, charlando
y liando un cigarrillo en la puerta de la casa.
Aquella vez el abuelo estaba solo. Solía sentarse a la
caída de la tarde en una sillita pequeña en la puerta de la calle y arreglaba
sillas de enea que le traían los vecinos. Escuchaba la radio continuamente, o
por lo menos el transistor estaba siempre encendido. Cuando las pilas se
acababan me mandaba al quiosco a por unas nuevas y me daba unas monedas para
mí, que yo gastaba siempre en un lazo de regaliz rojo y un paquete de pipas y
volvía con mi encargo a comerme las chucherías junto a mi abuelo, que no me
hacía ningún caso, pero tampoco me regañaba.
Si la abuela salía de la casa a echar unos cubos de agua
en la acera para refrescarla y sorprendía al abuelo fumando le armaba un
griterío que se oía en medio pueblo. El abuelo había estado dos meses en el
hospital aquel invierno con una pulmonía que casi se lo lleva a otro mundo y el
médico había dicho que el tabaco ni de lejos, vamos que no podía ni acercarse
al casino del pueblo para echarse su partida porque todo el mundo allí fumaba
como chimeneas y el doctor dijo:
- Ni olerlo, ni respirar el tabaco de los demás, ¿eh,
Tomás?
Era el único del pueblo que le llamaba así. Los demás le
decían ‘el culero’. Supongo que era porque le echaba los culos a las sillas.
Pero no lo sé seguro, porque no toda su vida se había dedicado a eso. En realidad,
mi madre decía que se le decían porque había sido siempre ‘culo de mal
asiento’, y como eso lo sabían todos, desde su mujer y sus hijos hasta los
viajantes que venían de paso y se alojaban en la Pensión Cervantes,
camino de la capital, pues se quedó con el nombre.
Era paradójico que con esa inquietud permanente y esa
incapacidad de estar sentado en cualquier reunión, a los años de su vejez le
hubiera dado por arreglar sillas. Nunca
había sido mañoso para hacer las chapuzas de la casa y muchas veces vi a mi
abuela o a mi madre perseguirlo para que arreglara un grifo o la hornilla o
desatascara el cauchil del patio. Lo hacía, pero protestaba más que un gato cuando le
pisas la cola.
Un día, cuando se aburrió de escuchar la radio en el
patio de atrás de la casa después de dormir un rato de siesta, se dio cuenta de
que todas las sillas viejas de madera que usaban normalmente en la cocina y en
el patio tenían el asiento casi totalmente perdido. Les salían flecos de cuerda
a algunas y de juncos viejos y secos a otras. Lo pensó un rato, las miró. Cogió
una que estaba casi entera y observó la trama. Dijo:
- Esto sé yo hacerlo.
Y lo hizo. Escribió en un cartón un anuncio y lo puso en
la esquina de la calle, apoyado en la reja de la ventana de la primera casa:
“SE HECHAN CULOS DE ANEA.
SE ARREGLAN SILLAS.”
El cartel estuvo siempre ahí. Todo el mundo me preguntaba
a qué venía ese nuevo oficio de mi abuelo. Y yo no sabía que decir, pero sabía
que cada día cuando salía de la escuela me pasaba a verle un rato y me sentaba en
la otra sillita que siempre tenía preparada junto a él para sus amigos y para
mis visitas. Nunca para mi abuela, que seguía dentro de la casa trasteando o
iba y venía a la novena de la parroquia.
Trabajaba con sus manos |
Un día me armé de valor y se lo lancé de un tirón:
- La maestra dice
que tu cartel está mal escrito. Echar se escribe sin hache.
- Tu maestra no
tiene ni idea. Se escribe con hache, como hacer.
- Es que no es lo
mismo echar que hacer, le repiqué como el empollón de la clase que era.
- ¿Cómo que no? A ver. Yo, ¿qué hago con las sillas?
- Pues les echas
el culo.
- Eso, les hago el
culo nuevo. Por eso lo pongo con hache y
lo pongo porque me da la gana y no tengo que darte explicaciones ni a ti, ni a
tu maestra. Ahora, vas y se lo dices.
¡En eso estaba pensando yo! En ir a la maestra a decirle
que mi clase de gramática no había
servido de nada. Para que se diera más cuenta aún de mi poco carácter. Ella me
conocía de sobra y más de una vez me había defendido de los mayores de la
escuela que me tiraban de las orejas en invierno, cuando sabían que las tenía
rojas de sabañones. Me llamaban ‘el Soplillo’ porque mi madre me pelaba tanto
que las orejas me sobresalían en mitad de la cabeza como las asas de un
cántaro.
Pero mi maestra no se enfadaría conmigo. No era la
primera vez que yo le comentaba cosas de mi abuelo, ni era la única en el
pueblo que al oír su apodo o su nombre, torcía la cabeza y se sonreía, y
parecía que se le alegraba la mañana.
Para mi aquello fue un misterio durante mucho tiempo.
Incluso el párroco, que nos preparaba en la catequesis para la comunión, se rió
del mismo modo que la maestra, cuando mi madre me llevó el primer sábado y le
dijo quién era yo.
- Así que tu eres
el nieto de Tomás…. ¿Te pareces a él?
Mi madre negó con la cabeza:
- Mas bien lo
contrario. Ha salido a su padre.
Cuando ella se marchó, abrió una libreta donde apuntaba
los nombres de todos los chavales y sus direcciones.
- Así que el nieto
de Tomás, ¿eh?
Y se reía, bueno
se reía bajito. Mas bien se le ponía una gran sonrisa en la boca, que yo nunca
le veía ni en misa, ni cuando había gente mayor delante.
- Si, si..., decía
yo. Y volvía a aquel misterio que rodeaba a mi abuelo.
Incluso el Manolo, el que vendía las chucherías, los
cromos, las pilas y los petardos en el quiosco de enfrente de la Iglesia, y del que todo el
mundo decía que era tontico, se reía así cuando yo le traía algún mensaje:
- Que dice mi
abuelo que me das las pilas pasadas, que cada vez le duran menos.
Y Manolo, que a mí ni me dirigía la palabra, se me
quedaba mirando, me sonreía y decía:
- Tu abuelo
es..... mas chulo que un ocho, pero a mi no me asusta. Anda, díselo. De mi
parte.
Manolo sabía que yo nunca le diría eso. Todo el mundo
sabía que yo no le diría ni ‘buenos días’ por no molestar. Así que, menos aún,
preguntarle por qué la gente sonreía al oír su nombre.
Yo pensaba que debía de haber hecho algo muy valiente o
muy importante en algún momento de su vida, pero no tenía ni la más remota idea
de qué podía ser. Algo relacionado con la guerra, era lo único que mi madre
había dicho. Y yo lo asocié con haber matado a algún enemigo o defendido a
alguien de la familia o escaparse de la cárcel o del pelotón de fusilamiento.
Pero, no había manera. La guerra, aunque ya habían pasado veinticinco años, era
un tema prohibido. Nadie hablaba de aquello.
Y así iban pasando mis días.
Pero tuve suerte. Aquel verano en agosto, como todos los
años desde que habían emigrado a Barcelona, volvieron mis primos y tíos para pasar las vacaciones con la familia y dar una
vuelta a la casa que aún mantuvieron en el pueblo hasta que murieron mis
abuelos y los hijos se casaron. Mis primos eran de mi edad y yo los había
echado mucho de menos, desde que se habían marchado, tres años antes. Siempre habíamos jugado juntos, nuestras
casas estaban en la misma calle y pasábamos los días sin separarnos a veces ni para comer y cuando emigraron a
la ciudad, me quedé, de la noche a la mañana, sin
compañeros ni amigos, buscándolos por las placetas, los patios y todos los
rincones de mi pueblo. Por ellos había aprendido a escribir y les mandaba mis
cartas, mas llenas de dibujos y borrones
de tinta que de letras. No sabía cómo decirles que les echaba de menos, porque
uno no sabe esas palabras cuando es niño. Solo sabía que tenía que contarles
cómo seguía la vida en nuestro pueblo y como tenía aun muy pocas palabras
escritas, les hacía dibujos, que se me daban mejor.
Mi tesoro |
Mis tíos me trajeron unos regalos que me parecieron los
más maravillosos tesoros del mundo: un diávolo, un yo-yo de plástico de mil
colores y una bolsa de tela azul llena de bolas de cristal, con las que jugamos
en la placeta todas las tardes de aquel
verano.
Mi tía se acercaba a vernos jugar un rato y nos llevaba
la merienda, pan con chocolate o un bollo con aceite y azúcar. Mientras devorábamos nuestra comida, yo
charlaba con ella y le contaba cosas del pueblo, de las vecinas, la escuela;
los cotilleos que a ella le interesaban.
Algunas veces me preguntaba por
mi madre, su hermana, y por los abuelos.
Yo le contaba cómo había ido la matanza, o la aceituna o hablábamos de
la salud de mi abuela, o le contaba algún encontronazo mío con el abuelo.
Pan con aceite para merendar |
Ella también se reía como los demás. Un día ya me lancé a
preguntárselo:
-
¿Por qué
todos os reís así cuando se menciona al abuelo?
-
Por
cariño. Dijo sonriendo plácidamente.
Porque lo queremos con toda nuestra alma.
-
¿Todos? No
podía creerlo, con ese carácter.
-
Todos.
Insistió ella.
-
¿Por qué?
-
¿No sabes lo
que hizo en la guerra? ¿Nadie te lo ha contado?
-
No. ¿El qué?
-
Tú sabes lo
que pasó aquí en la guerra. Espero. Primero vinieron los rojos. Luego vinieron
los otros, y en medio murió mucha gente, entre ellos los padres de tu padre,
por ejemplo. Eso lo sabías ¿no? Hubo muchas peleas y mucho odio. Los rojos se
la tenían jurada a unos cuantos. Durante los años anteriores a la guerra,
cuando había tanta hambre y tantas huelgas y tanta revolución en toda esta
zona, los rojos, bueno, por aquí eran los anarquistas, juraron que cuando
hubiera una revolución y ellos ganaran, colgarían de las farolas al alcalde, al
cura, al señorito, al médico y al ...
-
¿Y al
maestro?
-
No, al
maestro, no. Ese era el que les escuchaba decir esas barbaridades en la escuela de adultos cuando les enseñaba
a leer y a escribir. El mismo se lo preguntaba, ‘¿a mi también me vais a colgar?’ Y ellos le decían,
‘No a usted no, señor maestro. Usted tiene la misma hambre que nosotros y tiene
que seguir enseñándonos en la escuela.’
Así que en los primeros meses de la guerra, cuando ellos ya habían
ganado, mataron al alcalde, al cura, al
señorito y al médico, pero dejaron que el maestro se fuera sin ponerle una mano
encima. Mataron a otros mas, porque eran
terratenientes, porque, decían ellos, habían sido malos patronos, porque eran
fascistas o por que quisieron. Y fueron a por tu abuelo.
-
¿Por qué? Mi
abuelo no es rico, no tiene olivos, no tiene casi nada.
-
Querían
matarlo porque él les decía que así no solucionarían nada. Que estaban quitando
a unos para ponerse ellos. Que eran unos incultos, que estaban acabando con la
poca riqueza del pueblo, que se habían quedado con las fincas para ellos, que
los pobres seguían siendo pobres... y muchas cosas más. Porque tu abuelo nunca
se callaba, no callaba ni debajo de agua. Ni para bien ni para mal, nunca se
anduvo por las ramas y nunca tuvo miedo de decir lo que pensaba donde hiciera
falta. Eso no lo podían consentir y fueron a sacarlo de su casa para fusilarlo
por traidor al pueblo.
-
Pero no lo
fusilaron. ¿Por qué?
-
Esta claro
que sigue bien vivo. Ya lo has
visto. No lo mataron porque los echó de
su casa., A voces. Les gritaba como un endemoniado que no tenían cojones para
matarlo. Sacó la escopeta y los persiguió por la calle abajo tirándoles
perdigonazos que a más de uno les debió poner el culo como un colador.
--¡Ah!, dije
yo. ¡Ya está! ¡Por eso le llaman culero!
-
No he terminado
la historia todavía. Aquellos le dejaron
en paz y tuvieron que aguantar que el Tomás, al que ya, como tu dices, empezaba
la gente a llamar el culero, fuera su conciencia y bramara contra ellos cuando
la ocasión lo requería. Pero lo
sorprendente vino después.
-
Venga tía.
Sigue, que me están esperando para hacer unos hoyos en la plaza.
-
Te esperas.
Esta historia la termino de una vez, porque no voy a repetírtela nunca más. Y
esta parte la sabe muy poca gente. De aquello, de lo de la escopeta y los perdigones,
se enteró todo el pueblo. Pero muy pocos saben que en otra ocasión, dos años
mas tarde, otros hombres llegaron por la noche a sacarlo de su casa para
fusilarlo.
-
¿Quiénes
eran? ¿Los mismos?
-
No, los de la
primera vez estaban en la cárcel y quizá hubieran sido sus compañeros en el
paredón si llegan a fusilar a tu abuelo. Esta vez eran los otros, los que
ganaron la guerra, los que entraron asolándolo todo, fusilando a la gente,
mandándola a la cárcel. Vengaban a sus muertos y sus humillaciones por haber
tenido que ser pobres, cuando habían sido los ricos de siempre. En los pueblos
esas cosas se viven con más intensidad y por tanto con mucho rencor. El odio que se había ido acumulando en los
años de la guerra estalló con una fuerza tan grande que se llevó muchas vidas
por delante. A por tu abuelo iban porque se había librado antes, y si se
había librado sería porque algún favor les habría hecho y de ser así no se lo
podrían perdonar. Tenían que matarlo. Pero él no se echó para atrás tampoco esta vez y aunque no sé que pasó, sé
que lo que les dijo aquel día los asustó. Nunca más volvieron a molestarlo.
Yo no entendía casi nada de lo que la tía me decía, y
menos aún cuando volvía a sonreír por bajito mientras me contaba esa historia.
Me dejó volver con mis primos y me dio unas perras:
-
Cómprate unos caramelos, vete a jugar. Anda.
Y me fui con los demás a jugar a las canicas dándole mas
vueltas a la cabeza que los trompos de madera con los que también entreteníamos
las tardes de verano. Quizá por eso el cojo me la tenía jurada y amenazaba con
matarme. A lo mejor me tenía envidia: mi
abuelo era un héroe y yo era el nieto de ese héroe. Y nadie me lo había dicho y
no entendía que algo tan importante fuera a la vez tan secreto.
Hubiera querido decírselo a mis compañeros de la escuela, a mis primos de Barcelona, pero las palabras de la tía me indicaban de alguna manera que no debía hacerlo. Así que yo también al pensar en mi abuelo empecé a sonreír para mí como hacían los demás: mi maestra, el párroco, mi tía. Ahora yo ya tenía algo en común con ellos y eso hizo que me sintiera mejor y lo curioso es que también me sentía mayor, como si hubiera crecido de repente, y eso que yo no quería dejar de ser niño nunca y menos en verano.
Hubiera querido decírselo a mis compañeros de la escuela, a mis primos de Barcelona, pero las palabras de la tía me indicaban de alguna manera que no debía hacerlo. Así que yo también al pensar en mi abuelo empecé a sonreír para mí como hacían los demás: mi maestra, el párroco, mi tía. Ahora yo ya tenía algo en común con ellos y eso hizo que me sintiera mejor y lo curioso es que también me sentía mayor, como si hubiera crecido de repente, y eso que yo no quería dejar de ser niño nunca y menos en verano.
FIN
Escribí
este cuento mientras paseaba en bicicleta por los caminos de la Vega de
Granada, Mejor dicho, lo pensé durante esos largos paseos que me
enseñaron los campos cercanos y a ser paciente. En un
pueblo había un cartel que indicaba dónde se podían arreglar sillas de
anea. Era el cartel que aparece en el cuento. De ahí surgió mi
inspiración. De eso hace ya muchos años. Ahora lo he vuelto a
encontrar. Aquí os lo dejo. Me gusta y me da pena que se quede en un
cajón; bueno, en el fondo del disco duro de mi ordenador.