La riada en la calle Gonzalo Gallas |
Cuando yo aún estaba en el
colegio terminando el Bachillerato y contaba los días que me faltaban para
salir de allí e irme al Instituto a hacer el PREU, pregunté a mi hermana mayor, que ya
tenía la inmensa suerte de haber salido de la calle San Antón, cómo y dónde
estaba su nuevo Instituto.
Ella, que era parca en
palabras y larga en dibujos e imágenes (como si fuera de esta nueva
generación), dibujó una especie de cosa en un papel y dijo.
- Esto es una mierda ¿ves?
- Si, dije yo
Entonces dibujó un cuadrado
en medio de la mierda y dijo:
- Esto es el Instituto.
Y vaya si llevaba razón.
Al año siguiente, cuando yo
me convertí en ilusionada alumna del Instituto, la mierda aún seguía allí y por
la mañana temprano, camino de clase, además de subir y bajar por los montículos
de tierra que aún era la calle Pedro Antonio de Alarcón y por lo que aún quedaba de las
huertas del Seminario de Gracia,
sorteábamos lechugas, tomates, patatas y toda clase de verduras podridas -
restos de de las transacciones realizadas en lo que a una hora aun más temprana seguía funcionando como el Mercado
de Abastos, antes de que las instalaciones se trasladaran a la carretera de
Córdoba, a Mercagranada.
Justo al lado o sobre el antiguo mercado se estaba edificando la Facultad de
Ciencias.
No sé por qué se queja la
gente ahora de obras interminables. Nosotros llegábamos al Instituto con la
impresión de haber cruzado la Vega y ¡¡con barro hasta las narices!!
Y lo peor del caso, es que
aquel edificio, construido en mitad de la mierda, fue edificado sobre un
manantial. Al menos eso decíamos nosotros.
De hecho el Campus Universitario que se había
empezando a construir a final de los años 60, se llama Fuentenueva.
Así que la fuente debía de estar por algún sitio, aunque ya no se veía.
Los alumnos siempre pensamos
que la fuente estaba oculta debajo del Instituto porque cuando caía un buen
chaparrón nos quedábamos aislados. Subía el nivel de agua alrededor nuestro, la
mierda se convertía en una pantaneta y no podíamos ni entrar, ni salir.
El agua brotaba del sótano,
subía las escaleras, donde luego pusieron el ascensor, e inundaba el vestíbulo
principal que se convertía en una piscina olímpica. Todos encerrados esperando
que la tierra o el tiempo se tragara tanta abundancia de agua.
Si tenías suerte de que la
tormenta te hubiera pillado en la esquina de Méndez Núñez, ni te acercabas: ese
día no había clase. Si la tormenta te había pillado en clase, es día llegabas
tarde a casa.
Ahora me dicen que han
arreglado el problema: no era una fuente, era una tubería rota que no absorbía
toda el agua de las alcantarillas. Me alegro. Así nadie tendrá que volver a
ver, como yo vi, el agua brotando por las paredes del sótano, el agua subiendo
poco a poco las escaleras, el agua como una maldita pesadilla.
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